Llegué al aeropuerto De Gaulle a eso de las tres de la tarde, hora parisina. Bajando del 747 de British Airways me encontré con un sujeto que tenía en sus manos un cartel con mi apellido escrito en él. Le hice saber que yo era la persona que buscaba, y nos dirigimos al carrusel mecánico en el que colocan las maletas para que uno las coja. Las primeras en aparecer eran iguales a mis maletas, pero las etiquetas indicaban que pertenecían a una madame con domicilio en la Rue Avignon. Las volví a poner encima de la banda de placas de metal. Tras esas maletas salió el grueso del equipaje del vuelo 89265-7. El sujeto del cartelito me dijo que estuviera tranquilo, que ya saldrían, en francés. Una hora y media después de haber aterrizado mis maletas seguían sin salir y fui al escritorio correspondiente a hacer la reclamación. Ahí localizaron mis maletas rápidamente y con una sonrisa me informaron que todo mi equipaje, con toda la ropa que traía para el viaje y mis papeles adentro se encontraba en Haití. Les mandé saludos para toda la familia, en español, y empecé a caminar junto a mi acompañante francés rumbo a la salida. Con singular alegría descubrí que la compañía había mandado a recibirme a un empleado que no tenía coche. Al intentar conseguir un taxi, casi me atropellan y recordé una de las pocas palabras que comprenden mi léxico francés, le grité “merde” por la ventanilla abierta al sujeto del coche, “merde” a mi acompañante francés, “merde” a los transeúntes que pasaban por ahí, y “merde” a la madre de Jacques Chirac.

 

 

 

 

ãJORGE GULÍAS MERELLES